- Sabes que puedo hacerte frente sin ayuda – le dijo una vez a Saul.
- Ya lo sé, pero tu forma de luchar no está bien. Eres cruel, mentirosa y sádica en la pelea.
Tanto Ciros como él se habían percatado de la manera tan peculiar que tenía su amiga de defenderse. Luchaba de una manera sucia, engañando al enemigo y con golpes bajos en zonas delicadas como los ojos o la entrepierna. Era una forma de pelear muy agresiva y fea, nada que ver con los elegantes golpes de los chicos.
- ¿Qué estás diciendo? – preguntó Lunnei enfurruñada.
- Lo que has oído. No juegas limpio. Esa clase de movimientos solo los utilizan cobardes del calibre de los ladrones, asesinos y demás sanguijuelas. No es propio de personas “normales” y mucho menos de una señorita como tú – y al decir esta última frase el chico se inclinó hacia delante e hizo el gesto de quitarse un sombrero.
Lunnei le miró con las cejas levantadas y una expresión de indiferencia.
- ¿Ahora soy una señorita? – preguntó.
Saul se acercó deslizándose hasta situarse frente al rostro de la joven, muy cerca, y habló en voz muy baja, casi como un susurro imperceptible, mientras le colocaba un mechón de pelo negro detrás de la pequeña oreja.
- Siempre lo has sido, princesa.
El chico se apartó con la misma suavidad con la que se había aproximado. Se dio la vuelta y se puso a guardar las armas en sus respectivas fundas.
Lunnei se quedó quieta, más bien, tiesa. Aquella escena le había provocado un escalofrío que la recorrió de pies a cabeza, erizándole el bello de la piel a medida que se extendía. Un escalofrío que le congeló la sangre, dejándola parada en el mismo lugar durante varios segundos, incluso varios minutos, hasta que consiguió templarse y pensar en lo que había ocurrido. No tenía sentido, ninguna de las cinco palabras pronunciadas por el pelirrojo entraban dentro del esquema perceptivo en el que la joven englobaba a su amigo. De Saul se podía esperar cualquier cosa, cualquier comentario, cualquier salvajada y locura, pero nunca, nunca, nada agradable y mucho menos hacia Lunnei. Entonces la joven recordó la escena que compartieron cuando Saul le preguntó sobre la inscripción del filo de su sable. Desde entonces le había mirado con otros ojos, sí, es cierto, pero esto…Esto era totalmente distinto, un cambio demasiado grande en la personalidad del chico. Estaba perdida, no sabía qué pensar y no sabía cómo actuar.
Después de pensarlo durante un corto, y largo a la vez, rato decidió ignorar lo ocurrido, seguir el camino como si nada y olvidarse de aquella frase, de aquel escalofrío y, sobretodo, de aquella sonrisa.
Los días siguieron avanzando, al igual que Lunnei con sus clases de esgrima, o “defensa de corte” como ella la llamaba, refiriéndose al tipo de lucha que practican las personas de la nobleza. En pocos días la joven ya manejaba y dominaba todos los movimientos que le habían enseñado sus amigos y aprendió a utilizar otras armas a parte de su sable, tales como palos, arco o látigo, además de una infinidad de usos que podía darles a las armas que le ofrecía la naturaleza, tanto para la lucha como para el escondite. También recibió clases de magia. Pese a que ninguno de sus amigos tenía el poder de utilizarla, después de habitar tanto tiempo con Ilíade y demás magos habían adquirido cierta teoría sobre cómo funcionaba. Puesto que Lunnei ya era capaz de exteriorizarla la mayoría de las clases se centraron en la concentración de la magia en las distintas partes del cuerpo. Cosa que no le resultó muy difícil a la chica. Dado que lo normal era aprender primero a concentrarla y después a exteriorizarla, el método contrario resultaba mucho más sencillo y rápido.
Y un día, por fin, atravesaron el último de los inmensos bosques de la región del norte.
- Mira hacia delante, Lun, ¿qué es lo que ves? –dijo Ciros sin dirigir su mirada a la chica.
Ella obedeció.
- Ni un solo bosque en varios kilómetros – contestó.
- Exacto –dijo Ciros – Y eso ¿qué nos indica?
- Pues, si miramos hacia atrás podemos observar un gran cúmulo espeso de árboles, si miramos hacia delante vemos una extensa llanura verde, pero sin más de tres árboles juntos. En cambio, si giramos en dirección oeste nos sorprende encontrar un altísimo conjunto montañoso cuyos picos se pierden entre las nubes.
- Muy observadora –dijo Saul con cierta burla.
La chica le respondió con una mirada fulminante.
- Como iba diciendo, tras contemplar estos aspectos del paisaje me aventuro a decir, con mucha seguridad, que nos encontramos a escasos metros de la frontera con el Reino del Sur. –Terminó Lunnei.
Entonces se produjo un silencio que incomodó bastante a la chica, pues temía haberse equivocado en su razonamiento.
-¿Y bien? –se animó a preguntar mirando a Ciros.
-Perfecto –contestó el moreno.
-¡Sí! –gritó Lunnei exuberante de alegría y orgullo.
- Por lo menos ya sabemos que prestas atención en las clases de geografía –comentó Saul.
-Pues claro, ¿qué esperabas? ¿Qué sería igual que tú? –respondió ella a modo de insulto, pero sin perder la sonrisa.
Un paso detrás de otro, por fin se adentraron en el esperado Reino del Sur, un complejo de llanuras y prados repletos de hierba de un verde intenso y brillante y miles de florecillas silvestres de diversos colores, la mayoría de ellos muy llamativos sobre ese lienzo verde. Aunque lo más apreciado del Reino del Sur era el mar. Los otros tres reinos también contaban con él, pero ninguno podía competir con las enormes playas que enmarcaban la costa del Reino del Sur, todas ellas de arena pálida, en tonos blancos y amarillentos, y tan fina que se te escapaba entre los huecos de las manos cuando cogías un puñado de ella. El océano salvaje que rodeaba los cuatro reinos se volvía dócil y ligero en el Mar del Sur, sin apenas oleaje y con un agua cálida y cristalina a través de la cual podían observarse miles de especies distintas de peces y plantas marinas. Los pueblos y ciudades de este reino apenas se diferenciaban; lo único que podía indicarnos si estábamos en un pueblo o en una ciudad era el tamaño, porque el tipo de
construcciones era exactamente igual en los dos ámbitos: casas bajas, particulares, adornadas con multitud de flores y pintadas de color blanco y con el tejado plano y sin teja. En el centro siempre había una gran fuente con esculturas decorativas alrededor de la cual se extendía una plaza, más grande o más pequeña dependiendo el lugar. En definitiva, el Reino del Sur era lo que la mayoría llamaba “Gardentia” en la variante sureña, que en el lenguaje común quería decir “El hogar del Sol”. Nombre muy merecido, pues todo lo que se encontraba en el Reino del Sur parecía tener cierto brillo especial, una alegría y calidez innatas, como los rayos del Sol.
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